Cuando murió Ginebra

El día que murió Ginebra, no pude hacer otra cosa sino caminar y tomar fotos por Chicago. No sabía muy bien qué buscaba bajo esa luz sedosa del otoño cuando vi a ese hombre tirado en el paradero, derrumbando por el peso de los días o por la carga de alguna tragedia secreta.

Al notar que le tomaba fotos, se incorporó, y casi estuve seguro de que venía decidido a agredirme.

Entonces abrió los brazos y comenzó a cantar, creció en él un vozarrón áspero y extremadamente afinado, que parecía haber permanecido sepultado en su garganta demasiado tiempo, como una joya preciosa en un cofre aparentemente ordinario.

Se fue cantando un blues oxidado calle abajo, sin preocuparse por los semáforos o los carros, dejando su voz regada en los adoquines bajo la luz otoñal de un martes cualquiera.

One Way, decía el letrero detrás de él… One Way.

Adios a Sandra

Siempre que mi lente la buscó, encontré en ella una mueca distinta. Cerraba los ojos, arrugaba el rostro, me sacaba la lengua… Todo seguido de una carcajada genuina que iluminaba el set. Parecía empeñada en no salir bien en mis fotos o en arruinar mi trabajo. Esto ocurrió hace 14 años, en el set de *Calvo Gordo y Bajito*, donde llegué gracias a la generosidad de esa joya oculta del cine colombiano: el director Carlos Osuna

En medio de una serie de novatadas, Sandra me escuchó decir que el set estaba lleno de “vacas sagradas”, refiriéndome al experimentado elenco de la película. Lejos de molestarse, se apropió de la broma. De vez en cuando, se acercaba sigilosa y mugía a mis espaldas imitando el característico sonido de las vacas. Cuando mi lente la apuntaba, sacaba alguna mueca de su repertorio y volvía a reír. Creo que pocas veces he visto a alguien disfrutar tanto bajo el estrés intenso de un rodaje.

Cuando ya se acercaba el fin de las grabaciones, me preocupaba no tener ni una sola foto seria de ella. Decidí hablarle directamente: “Sandra, por favor, ¿me regala una foto en serio? En serio, de verdad”. Ella, entre risas, respondió: “Solo a usted se le ocurre ponerse serio justo después de rodar la última escena”. Finalmente, disparé un retrato que me gustó: en su rostro apareció un gesto genuino, una suerte de sonrisa liviana seguida de una “payasada” más. Cuando se lo mostré, lo miró y exclamó: “¡Pero qué es ese despeluque, por Dios!”, y fue a arreglarse.

Al salir de la locación, encontré una trampa de luz con la que podia simular un estudio. La esperé tranquilo. Sandra, como adivinando la razón, se acercó y me dijo: “Listo, hermano, tome el mejor retrato de su carrera… yo veré”. Así salió este retrato en clave baja sobre fondo negro. Sencillo, pero para mí invaluable. Lo atesoré como parte de mi colección personal por años, debido a mi mala costumbre de guardar algunas fotos solo para mí.

Cuando Sandra lo vio, le encantó. Me pidió que se lo enviara. “¡Pero qué lindo, parece una pintura! Siempre confié en ti, me lo mandas”, me dijo antes de darme un beso en la mejilla y salir corriendo.

Luego, cuando me la volví a cruzar en un par de proyectos, siempre me saludaba con un abrazo profundo. Sin fallar, volvía a imitar el sonido de una vaca a mis espaldas cuando estaba desprevenido.

Hace unos días despedimos a Sandra. Se fue porque, por alguna razón que no busco comprender, la gente como ella siempre se va primero. No fui su amigo; nos cruzamos en proyectos solo dos o tres veces, pero fui testigo del alma hermosa que cargaba a cuestas.

Chao, Sandrita… *mmmmmmuuuuuuuuuu*.

Julio Medina

Hace poco más de 15 años tuve el temprano honor de retratar a Julio Medina, en lo que parecía ser ya el invierno de su vida. Por esos días, Julio aparecía en el set de grabación con una mirada profunda, azul y cansada. La voz grave y diáfana que marcó sus años de gloria se había transformado en un hilo carrasposo, como si cada palabra se aferrara con dientes y uñas a su garganta.

Su memoria, que alguna vez retuvo guiones enteros de producciones en Hollywood, estaba ya destartalada. El hombre que actuó en más de treinta producciones en Colombia parecía perderse en unas cuantas líneas de texto. Las palabras le rehuían, y en su boca las consonantes se deshacían en murmullos ininteligibles. Recuerdo al productor Juan Mauricio Ruiz decirme, con preocupación: “Para nosotros es un honor tener a una leyenda como Julio en la película, pero estas escenas están tardando más de lo planeado”. Sin embargo, gracias a “la cancha” de Julio y al profesionalismo de Álvaro Bayona —esa otra leyenda— que lo acompañaba en escena, lograron sacar adelante las grabaciones.

Para mí, retratar a un actor de su talla fue mucho más que un honor. Julio no solo fue el primer colombiano en actuar en Hollywood, sino también presidente de la Asociación Colombiana de Actores (ACA). De niño, lo vi en casi todas las producciones de los noventa. Sin embargo, frente a mi lente, el hombre de rasgos severos y mirada aguda que yo recordaba se presentó como un anciano hermoso, de mirada transparente. Había algo, como una súplica, en sus ojos; era como si cargara con el peso de una tristeza que quise atrapar con mi cámara.

Julio Medina murió el 23 de noviembre, hace apenas un par de semanas. Para mi sorpresa, su partida causó mucho menos revuelo que la de Sandra Reyes. Aunque varios medios le rindieron homenaje, su muerte pareció desprovista de las voces escandalosas de la prensa que suelen tronar fuerte cuando se van estrellas de su tamaño. O eso creería uno.

La verdad es que Julio llevaba ya algunos años lejos de los reflectores, viviendo la vida rutinaria de un ancianato donde quiso escampar sus últimos días. Supongo que eso le dio tiempo para marchitarse en silencio, dejando que su recuerdo se llenara de un olvido injusto para alguien con una historia tan grande.

Hasta luego, Julio. Fue un privilegio capturar tu mirada azul con mi lente.


UN HOMBRE BAJO LA LLUVIA


La esquina estaba a unos 500 metros, era el prólogo de lo que se convertiría en un verdadero diluvio, un prólogo escrito con goterones pesados y distanciados los unos de los otros, el olor a lluvia, que parece el olor mismo de la tierra, comenzaba a ascender entre puestos callejeros, vehículos y oficinistas. Los transeúntes aceleraban el paso, algunos trotaban o emprendían carreras desesperadas para buscar refugio. Yo conservé el paso tranquilo, al doblar la esquina lo vi: traje de paño que parecía haber sobrevivido con dignidad al paso del tiempo, sombrero negro que dejaba escapar a los costados pelo escaso y entrecano, camisa blanca, bigote descolorido, paraguas descomunal que, no era el caso, bien podría hacer las veces de bastón.

Retrato de un viejo ascensorista capturada para la revista Directo Bogotá.

Siempre que veo a un hombre así, con ese look tan bogotano de antaño, paradójicamente recuerdo a Gabriel García Márquez y a mi abuelo, ambos terriblemente costeños. La imagen de Gabo, a quien tristemente ya poca gente lee, siempre me trae al abuelo y la del abuelo hace que aparezca Gabo, se mezclan en mi memoria inevitablemente, quizás porque fueron amigos, quizás porque trabajaron juntos, quizás por la rabia inmarcesible del abuelo al notar que Gabo nunca lo mencionó en su autobiografía como el amigo querido que le dio la oportunidad de escribir en el periódico, tal vez por esas historias del abuelo tan macondinas: el día que vio como un caimán devoró a un niño, el gato con un trapo en llamas amarrado en la cola corriendo entre los tejados, culpable de un incendio terrible que convertiría en cenizas todo un caserío; el día que vio el rostro del verdadero asesino de Gaitan, un gringo que bajaba de un segundo piso vestido de gris, con kepis y maletín de cuero negro, la piel blanca enrojecida por el sol capitalino, aceleraba el paso rumbo a la octava mientras la turba enardecida comenzaba a linchar a Roa Sierra; la historia de Gubajin, el boxeador más recio que vio en su vida y quien nunca pudo ganar un solo asalto.

La Colpatria bajo la lluvia. Trabajo personal. Película 35mm IlfordPan, cámara Pentax K1000.

El tipo pasa junto a mí, el cruce dura apenas un par de segundos, pero todas estas historias cruzan mi memoria vívidas, diáfanas, sin prisa. Pasa sin mirarme, los ojos clavados en el pavimento como quien mira otra cosa.

Cuando llego al final de la cuadra me detengo y miro hacia atrás, el diluvio hace que la bandada de edificios que rodean la Torre Colpatria sean una bonita opacidad, se insinúan apenas tras la cortina de lluvia, añejos y hermosos. Ya no queda gente sobre la acera, solo él, que camina lento y tranquilo, emparamado, sin abrir aún el paraguas, sospecho que no lo abrirá ya, las gotas pesadas revientan sobre el sombrero y los hombros y se convierten en pequeñas migajas de luz. Mi corazón se pone blandito, pero lo siento latir fuerte empapado de nostalgia. Le pongo el rostro a la lluvia y en lo alto de un poste veo a un copetón oscuro que por algún motivo que me encantaría comprender no ha buscado refugio, canta desesperado sin que nadie lo oiga.

JUAN GUSTAVO COBO BORDA
Hoy ha muerto un poeta, lo que es como decir que ha muerto un pájaro. Han pasado 14 años desde la lejana mañana de junio cuando retraté al poeta Juan Gustavo Cobo Borda. En ese tiempo, más que un fotógrafo en ciernes, yo era un pelao altanero y malcriado que, aunque soñaba con ser fotógrafo, ya se creía uno. Por esos días mis recursos limitados y mi amor por la fotografía me llevaban a trabajar con cámaras prestadas, este retrato en particular lo tomé con la Canon EOS Rebel que mi amiga Naty Agudelo Campillo me prestaba amable y desinteresadamente. Fue este retrato, quizás, de los primeros encargos importantes que recibí por parte de una revista.

Recuerdo que Fernando Quiroz, quien dirigía la Revista Bacánika en ese momento, me dijo: “insiste para que te deje retratarlo en su biblioteca”, la petición me pareció extraña pero tomé atenta nota.

Llegué a la casa de Juan Gustavo a las 9am, me abrió quien deduje yo era su esposa, me pidió que me pusiera cómodo, que Gustavo ya venía, le dije que si podía ir explorando un poco el apartamento para decidir dónde iban a ser los retratos, ella, atentisima, me dijo que andara el apartamento sin pena. El lugar era amplio y limpio, cada porcelana, cada cuadro, cada detalle parecía acomodado con esmero, pero no había libros por ninguna parte, más que el apartamento de un poeta, el lugar parecía la residencia de un banquero o de un burócrata, de alguien que nunca jamás en su vida había tenido que ver con la cultura o con los libros, comencé a pensar que la mítica biblioteca del poeta no era más que eso, un triste mito.

Fue entonces cuando llegó Cobo Borda, su figura pesada, lenta y enorme apareció en medio del corredor, se trataba de un tipo sonriente, de movimientos lentos, gentiles, paquidérmicos y seguros. Luego de los saludos de rigor hablamos brevemente sobre cómo veíamos cada uno los retratos, le dije que Quiroz me había insistido en que debía convencerlo de hacer las fotos en su biblioteca, “Ahí está pintado” contestó él con cierta resignación y con distinguido acento capitalino, luego pidió a su esposa que le alcanzara las llaves de la biblioteca y caminó hacia la puerta de entrada del apartamento: “Camine” remató.

Entonces supe que la biblioteca no quedaba ahí. Años atrás, los libros lo habían sacado de su propio apartamento, literalmente la biblioteca de Juan Gustavo Cobo Borda era todo el apartamento vecino, y no se trataba de un apartamento pequeño de unos cuantos metros cuadrados, se trataba de un apartamento con varias habitaciones en el que fácilmente podría vivir una familia entera. Todo estaba atiborrado de libros, daba la impresión de que incluso ese apartamento ya se le había quedado pequeño, había estantes en los corredores, en los baños, las gavetas de la cocina ahora eran estantes que albergaba viejas ediciones de El Quijote, incluso las escalerillas que algún día sirvieron para alcanzar los libros de los estantes superiores ahora estaban varadas en alguna esquina, resignadas a la suerte de albergar pesados volúmenes. No sé que vio en mi rostro, pero el poeta, sonriente, me dijo: “todos hacen la misma cara cuando entran”.

La sesión transcurrió sin inconvenientes, o bueno, eso creía yo, sin inconvenientes para un fotógrafo novato que aún no detectaba todos los errores que estaba cometiendo, sin embargo Cobo fue extremadamente gentil, alguien como él, que para ese momento ya había sido retratado por varios de los fotógrafos más famosos del país pudo no haber tenido buen genio ante la poca pericia de un retratista novato. Al final, incluso, me invitó a un café y hablamos de literatura, aunque ya era un tipo entrado en años, compartía mi entusiasmo por Rimbaud, Baudelaire, los poetas malditos y cierto tipo de literatura mal llamada “adolescente”. No bastaban muchas frases para darse cuenta de que era extremadamente culto, hacia enlaces inteligentes, hablaba de libros con la misma emoción con la que juegan los niños, sabía detalles curiosos, cosas que aparecían en cierta edición y desaparecían en aquella, anécdotas personales de escritores admirados y famosos que habían sido o eran amigos suyos.

Al final este fue el mejor retrato que le hice, aunque reconozco cada uno de los errores técnicos que lleva a cuestas y cambiaría casi todo lo que hice aquel día, aun lo conservo con especial cariño, lo guardo con el mismo afecto con que el artista atesora sus dibujos viejos a sabiendas de que son mamarrachos. Lo publico tal cual como fue publicado aquella vez aunque quisiera cambiarle un montón de cosas. La verdad es que fue un retrato lamentable, con el foco difuso, la luz escasa, que requirió horas de retoque, pero que, por algún azar del destino que sólo puedo atribuir a mi buena suerte, le encantó al director de la revista, al equipo de diseño y al propio Juan Gustavo que luego me pidió permiso para usarlo en otros contextos editoriales, a lo que accedí sin rechistar.

A Juan Gustavo lo vi luego algunas veces más, me saludó siempre por mi nombre y apellido, algunas veces después de exclamar: “señor fotógrafo ¿cómo está?”. Siempre el tema a tratar fueron los libros pero nunca los libros de él, cuando uno trataba de poner el tema él se escurría con agilidad, como quien trata de escapar de una emboscada y ya se ha entrenado minuciosamente para ello.

Hoy, por una publicación del también poeta Federico Diaz-Granados, supe que Juan Gustavo falleció y un dolor pequeñito se clavó ahí donde duelen esas cosas. Hoy ha muerto un poeta, lo que es como decir que ha muerto un pájaro. Adiós Gustavo, gracias por tantas cosas que dejaste sembradas aquí, por tantas palabras, por tu generosidad para conmigo que fue la misma que tuviste siempre con la cultura de este país, la misma generosidad que tuviste siempre con todos.

Al destino la agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías. Anteayer murió un rapero en Medellín, lo que es como decir que murió un pájaro. Claro que decir “murió” es un eufemismo liviano cuando lo que pasó fue que se suicidó y decir “un rapero” es un eufemismo cuando de quien se habla es de Métricas Frías, el que más flow cargaba a cuestas de ese parche, el que andaba armado con ese montón de barras afiladas. Así que para iniciar este texto como es, para decir cómo debe decirse, comenzaré diciendo que anteayer se suicidó Métricas Frías en Medayork, lo que es como decir que se suicidó un pájaro. Yo no lo conocí, ni compartí con él, pero lo quise, durante años lo escuché atento, con un juicio y una disciplina que se antojaba marcial.

Anteayer se suicidó Métricas Frías, Sadman, La Pantera, Santi, se suicidaron todos ellos que parecen otros y, como en el caso de Borges, eran el mismo. Anteayer se suicidó un pájaro en Medayork y aun así podré seguir escuchando su canto, su voz se inmortalizará en el tiempo pero siempre será una voz antigua, un canto de ayer, cada vez más añejo y corroído por los años, que es lo único que los años saben hacer con las cosas.

Anteayer se suicidó Métricas Frías en Medayork y la ciudad despertó gris y lamentable. El aguacero despuntaba lento pero seguro, las primeras gotas que caían tímidas y livianas le daban paso al aguacero torrencial. Una pareja que se besaba bajo ese susurro de lluvia, más tarde correría, cogidos de la mano, a buscar resguardo o caminarían lentos y empapados, no lo sé.

El asunto es que el deja vú apareció de inmediato, la sensación de haber vivido esa experiencia previamente, en este caso pude identificar la ocasión exacta, había sucedido apenas días atrás, cuando mi amigo del alma Leonardo Leal partía, ese día sucedió igual, como acabo de describirlo, como calcado a lápiz a través de un papel mantequilla: el día oscuro, el cielo gris que parecía la pantalla de un viejo televisor desintonizado, la lluvia lenta que se convertiría en torrencial aguacero, incluso la pareja idéntica se repetía solo que con distinta ropa. Justo ese día el universo me recordaba, a través de Facebook (ese panóptico moderno), que 11 años atrás mi amigo "Gabo" Gabriel Villarroel partía para no volver; el mismo día, la misma fecha, una despedida similar, un dolor calcado, dos despedidas a las que solo las diferenciaban detalles ligeros de trazo o la intensidad de algún borde.

El universo y su eterno retorno, su vicio desastroso o hermoso de llevarte una vez más al mismo punto, a la misma esquina, a poner kilómetros entre la piel que me veo obligado a habitar y la gente a la que quiero tanto y a la que tanto admiro. Todo se aleja, todo se va, el universo se expande para regresar al mismo punto. Ya lo dijo Borges en La Trama: “Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de la estatua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.

Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): ¡Pero, che! Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena”.

El asunto es que me vengo cansando de repetir escenas, de esas simetrías fatales, de acumular despedidas dolorosas: Métricas Frías se suicidó como se suicidó mi primo Miguel. A mi abuela la vi marchitarse como vi marchitarse al abuelo (ambos víctimas del mismo vicio). La violencia que se llevó a mi amigo Juan Arenas fue la misma que me arrebató a mi amigo El Gato (el puñal perforó la misma arteria, no puedo probarlo, pero estoy seguro de que la diferencia fue apenas de milímetros) y esa fue la misma violencia que se llevó a mi tío Mono, a quien confundieron con un tipo que era idéntico a él, a quien apodaban "La Mirla", (un pájaro, como Métricas) a quien seguramente encontraron después y calcaron en él la muerte que se llevó a mi tío. A la Dulzurita le dije adiós como le dije adiós a esa brasileña hace tiempo. La despedida de Leo es la de El Gordo y es la de Nataly y es la de Gandy (aunque creo que a nadie he despedido así) y es la de la Mona y es la de Shummy y es la de Vélez y es la de Bli, la de los amigos adorados que repiten un adiós diferente que al final es el mismo adiós. Parece que todo cuanto amo en el mundo pone kilómetros entre las moléculas que lo componen y mi sangre. El asunto es que me vengo cansando de las despedidas y viene creciendo en mi las ganas de huir, después de todo al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías.

DOS GOTAS DE PASADO REBOZADO

Con Valentina vivimos 6 años de nuestras vidas, y digo vivimos no solo porque fuéramos novios sino porque realmente vivíamos juntos, compartimos 6 años de risas, desastres, fiestas, música, besos, gritos, silencios hermosos y silencios horrorosos en un espacio de 40 metros cuadrados.

Por los días en los que capturé estos retratos la relación se caía a pedazos y parecía (como comprobamos luego) que no había manera de salvarla, ella estaba atareada tratando de curar su alma y yo estaba ocupado tratando de encontrar la mía, perdida hace rato en medio del TOC y la estridencia de la fiesta. Yo, visitante frecuente de la oficina de objetos perdidos en donde estaban cansados de decirme que no había noticias de mi mismo, que volviera otro día; ella, coleccionista de curitas para tratar de aliviar el ardor que le producía ese ovillo de emociones tristes que traía a cuestas desde hace tanto. Nos amábamos desesperadamente a pesar de saber perfectamente que no podíamos amarnos más, parecíamos la pieza repetida de un rompecabezas que por error de fábrica (o del destino) vino a parar en la misma caja, no había manera de encajar juntos en el mismo paisaje y sin embargo lo intentamos desesperados hasta terminar estropeados, desdibujados, con las esquinas rotas.


Hoy, cuando ella está lejos sanando y yo parece que ya he encontrado pistas de donde me encuentro, hallé estos retratos mientras buscaba otra cosa y de repente descubro una cualidad hermosa de la fotografía: Veo en estos retratos una oscuridad y una tristeza que no buscaba cuando los disparé, es hermoso que la luz nos dibuje en realidad, que la fotografía capture no solo lo que queremos mostrar sino lo que somos en ese momento, que no podamos escapar a nosotros por medio de la fotografía sino precisamente dar cuenta de nosotros mismo por medio de ella.

Allá donde ella esté espero que haya menos curitas en su mesita de noche. Acá donde yo estoy espero poder seguir viviendo de mi mirada, y, quien quita, poder dar al fin con mi paradero.

Don Cuadrado.

DON CUADRADO

En el último colegio donde tuvieron el infortunio de soportarme había un profesor de física, Ricardo Cuadrado, cuya principal misión todos los días era hacerme cacería por toda la planta física para, al verme con los audífonos puestos, recordarme que dicho artefacto estaba prohibido por el reglamento estudiantil, que, o los guardaba o me los decomisaba.

En las gradas de la cancha de fútbol, en la cafetería, en el taller de ebanistería, en el de química, en la sala de dibujo, en los lugares más insospechados donde un profesor de física no debía estar, de la esquina menos esperada saltaba Don Cuadrado, como un cazador sobre su presa, para señalarme los audífonos. Su voz era un sonido grave y cansado, lo que al principio fue un breve sermón al final se sintetizó en un: “Andrade los audífonos”, a lo que yo contestaba “sí, Don Cuadrado” mientras me los quitaba y los guardaba. Un día, incluso, salió de quien sabe donde y se ubicó en el orinal de al lado mientras yo hacía lo mío y oía a Grace Slick cantar “When the truth is found to be lies / And all the joy within you dies / Don't you want somebody to love”. Ese día creo que él mismo supo que la persecución había llegado demasiado lejos y al salir del baño me explicó la importancia de ser uno con el contexto, lo importante que es el contacto con los otros para ser uno con la sociedad y aprender a ser humanos y a construir tejido social y etc. Yo lo escuchaba sin escucharlo, como hice con absolutamente todos durante toda mi adolescencia.

Hoy, mientras hacía fila en el banco, oía a Tyrone Lindqvist cantar “So free my mind / All the talkin' / Wastin' all your time / I'm givin' all / That I've got”, entonces una mano tocó mi hombro, ahí estaba él casi 20 años después, los párpados caídos, el bigote blanco y poblado, su mirada cansada como sí durante todos estos años no hubiera hecho más que perseguirme, que correr detrás de mí para evitar el pecado terrible que ocurría entre los audífonos y mis oídos. Las primeras palabras no las oí, cuando me quité los audífonos apareció el sonido de su voz aún más grave y cansado: “Usted siempre con esos verracos audífonos Andrade, lo reconocí por las orejas, porque su barba casi me hace creer que no era usted… ¡no aprendió! ¿no?”. Entonces le sonreí, me dio gusto verlo, le expliqué que nada como la música me había enseñado a ser más humano, que la música me enseñó la importancia del contacto con los demás, que nada me había acercado más al corazón de los otros como la música, le mostré un video de una de mis fiestas, le mostré a mis amigos felices cantando reunidos alrededor del sonido y él entre frases parecía querer refutar pero no sabía dónde echar mano a algún argumento. Entonces la cajera me llamó, hice lo que había ido a hacer mientras Mick Jagger cantaba: “Thank you for your wine, California / Thank you for your sweet and bitter fruits”, al salir del banco me despedí con un gesto, pude ver su figura encorvada y destartalada, su cuerpo triste rebosado de años sin música… quiero pensar que antes de volver a casa el viejo se compró unos audífonos, quiero pensar que en estos días caminará por la séptima, conmovido, mientras escucha un bolero oxidado.