Don Cuadrado.

DON CUADRADO

En el último colegio donde tuvieron el infortunio de soportarme había un profesor de física, Ricardo Cuadrado, cuya principal misión todos los días era hacerme cacería por toda la planta física para, al verme con los audífonos puestos, recordarme que dicho artefacto estaba prohibido por el reglamento estudiantil, que, o los guardaba o me los decomisaba.

En las gradas de la cancha de fútbol, en la cafetería, en el taller de ebanistería, en el de química, en la sala de dibujo, en los lugares más insospechados donde un profesor de física no debía estar, de la esquina menos esperada saltaba Don Cuadrado, como un cazador sobre su presa, para señalarme los audífonos. Su voz era un sonido grave y cansado, lo que al principio fue un breve sermón al final se sintetizó en un: “Andrade los audífonos”, a lo que yo contestaba “sí, Don Cuadrado” mientras me los quitaba y los guardaba. Un día, incluso, salió de quien sabe donde y se ubicó en el orinal de al lado mientras yo hacía lo mío y oía a Grace Slick cantar “When the truth is found to be lies / And all the joy within you dies / Don't you want somebody to love”. Ese día creo que él mismo supo que la persecución había llegado demasiado lejos y al salir del baño me explicó la importancia de ser uno con el contexto, lo importante que es el contacto con los otros para ser uno con la sociedad y aprender a ser humanos y a construir tejido social y etc. Yo lo escuchaba sin escucharlo, como hice con absolutamente todos durante toda mi adolescencia.

Hoy, mientras hacía fila en el banco, oía a Tyrone Lindqvist cantar “So free my mind / All the talkin' / Wastin' all your time / I'm givin' all / That I've got”, entonces una mano tocó mi hombro, ahí estaba él casi 20 años después, los párpados caídos, el bigote blanco y poblado, su mirada cansada como sí durante todos estos años no hubiera hecho más que perseguirme, que correr detrás de mí para evitar el pecado terrible que ocurría entre los audífonos y mis oídos. Las primeras palabras no las oí, cuando me quité los audífonos apareció el sonido de su voz aún más grave y cansado: “Usted siempre con esos verracos audífonos Andrade, lo reconocí por las orejas, porque su barba casi me hace creer que no era usted… ¡no aprendió! ¿no?”. Entonces le sonreí, me dio gusto verlo, le expliqué que nada como la música me había enseñado a ser más humano, que la música me enseñó la importancia del contacto con los demás, que nada me había acercado más al corazón de los otros como la música, le mostré un video de una de mis fiestas, le mostré a mis amigos felices cantando reunidos alrededor del sonido y él entre frases parecía querer refutar pero no sabía dónde echar mano a algún argumento. Entonces la cajera me llamó, hice lo que había ido a hacer mientras Mick Jagger cantaba: “Thank you for your wine, California / Thank you for your sweet and bitter fruits”, al salir del banco me despedí con un gesto, pude ver su figura encorvada y destartalada, su cuerpo triste rebosado de años sin música… quiero pensar que antes de volver a casa el viejo se compró unos audífonos, quiero pensar que en estos días caminará por la séptima, conmovido, mientras escucha un bolero oxidado.