JUAN GUSTAVO COBO BORDA
Hoy ha muerto un poeta, lo que es como decir que ha muerto un pájaro. Han pasado 14 años desde la lejana mañana de junio cuando retraté al poeta Juan Gustavo Cobo Borda. En ese tiempo, más que un fotógrafo en ciernes, yo era un pelao altanero y malcriado que, aunque soñaba con ser fotógrafo, ya se creía uno. Por esos días mis recursos limitados y mi amor por la fotografía me llevaban a trabajar con cámaras prestadas, este retrato en particular lo tomé con la Canon EOS Rebel que mi amiga Naty Agudelo Campillo me prestaba amable y desinteresadamente. Fue este retrato, quizás, de los primeros encargos importantes que recibí por parte de una revista.
Recuerdo que Fernando Quiroz, quien dirigía la Revista Bacánika en ese momento, me dijo: “insiste para que te deje retratarlo en su biblioteca”, la petición me pareció extraña pero tomé atenta nota.
Llegué a la casa de Juan Gustavo a las 9am, me abrió quien deduje yo era su esposa, me pidió que me pusiera cómodo, que Gustavo ya venía, le dije que si podía ir explorando un poco el apartamento para decidir dónde iban a ser los retratos, ella, atentisima, me dijo que andara el apartamento sin pena. El lugar era amplio y limpio, cada porcelana, cada cuadro, cada detalle parecía acomodado con esmero, pero no había libros por ninguna parte, más que el apartamento de un poeta, el lugar parecía la residencia de un banquero o de un burócrata, de alguien que nunca jamás en su vida había tenido que ver con la cultura o con los libros, comencé a pensar que la mítica biblioteca del poeta no era más que eso, un triste mito.
Fue entonces cuando llegó Cobo Borda, su figura pesada, lenta y enorme apareció en medio del corredor, se trataba de un tipo sonriente, de movimientos lentos, gentiles, paquidérmicos y seguros. Luego de los saludos de rigor hablamos brevemente sobre cómo veíamos cada uno los retratos, le dije que Quiroz me había insistido en que debía convencerlo de hacer las fotos en su biblioteca, “Ahí está pintado” contestó él con cierta resignación y con distinguido acento capitalino, luego pidió a su esposa que le alcanzara las llaves de la biblioteca y caminó hacia la puerta de entrada del apartamento: “Camine” remató.
Entonces supe que la biblioteca no quedaba ahí. Años atrás, los libros lo habían sacado de su propio apartamento, literalmente la biblioteca de Juan Gustavo Cobo Borda era todo el apartamento vecino, y no se trataba de un apartamento pequeño de unos cuantos metros cuadrados, se trataba de un apartamento con varias habitaciones en el que fácilmente podría vivir una familia entera. Todo estaba atiborrado de libros, daba la impresión de que incluso ese apartamento ya se le había quedado pequeño, había estantes en los corredores, en los baños, las gavetas de la cocina ahora eran estantes que albergaba viejas ediciones de El Quijote, incluso las escalerillas que algún día sirvieron para alcanzar los libros de los estantes superiores ahora estaban varadas en alguna esquina, resignadas a la suerte de albergar pesados volúmenes. No sé que vio en mi rostro, pero el poeta, sonriente, me dijo: “todos hacen la misma cara cuando entran”.
La sesión transcurrió sin inconvenientes, o bueno, eso creía yo, sin inconvenientes para un fotógrafo novato que aún no detectaba todos los errores que estaba cometiendo, sin embargo Cobo fue extremadamente gentil, alguien como él, que para ese momento ya había sido retratado por varios de los fotógrafos más famosos del país pudo no haber tenido buen genio ante la poca pericia de un retratista novato. Al final, incluso, me invitó a un café y hablamos de literatura, aunque ya era un tipo entrado en años, compartía mi entusiasmo por Rimbaud, Baudelaire, los poetas malditos y cierto tipo de literatura mal llamada “adolescente”. No bastaban muchas frases para darse cuenta de que era extremadamente culto, hacia enlaces inteligentes, hablaba de libros con la misma emoción con la que juegan los niños, sabía detalles curiosos, cosas que aparecían en cierta edición y desaparecían en aquella, anécdotas personales de escritores admirados y famosos que habían sido o eran amigos suyos.
Al final este fue el mejor retrato que le hice, aunque reconozco cada uno de los errores técnicos que lleva a cuestas y cambiaría casi todo lo que hice aquel día, aun lo conservo con especial cariño, lo guardo con el mismo afecto con que el artista atesora sus dibujos viejos a sabiendas de que son mamarrachos. Lo publico tal cual como fue publicado aquella vez aunque quisiera cambiarle un montón de cosas. La verdad es que fue un retrato lamentable, con el foco difuso, la luz escasa, que requirió horas de retoque, pero que, por algún azar del destino que sólo puedo atribuir a mi buena suerte, le encantó al director de la revista, al equipo de diseño y al propio Juan Gustavo que luego me pidió permiso para usarlo en otros contextos editoriales, a lo que accedí sin rechistar.
A Juan Gustavo lo vi luego algunas veces más, me saludó siempre por mi nombre y apellido, algunas veces después de exclamar: “señor fotógrafo ¿cómo está?”. Siempre el tema a tratar fueron los libros pero nunca los libros de él, cuando uno trataba de poner el tema él se escurría con agilidad, como quien trata de escapar de una emboscada y ya se ha entrenado minuciosamente para ello.
Hoy, por una publicación del también poeta Federico Diaz-Granados, supe que Juan Gustavo falleció y un dolor pequeñito se clavó ahí donde duelen esas cosas. Hoy ha muerto un poeta, lo que es como decir que ha muerto un pájaro. Adiós Gustavo, gracias por tantas cosas que dejaste sembradas aquí, por tantas palabras, por tu generosidad para conmigo que fue la misma que tuviste siempre con la cultura de este país, la misma generosidad que tuviste siempre con todos.