UN HOMBRE BAJO LA LLUVIA
La esquina estaba a unos 500 metros, era el prólogo de lo que se convertiría en un verdadero diluvio, un prólogo escrito con goterones pesados y distanciados los unos de los otros, el olor a lluvia, que parece el olor mismo de la tierra, comenzaba a ascender entre puestos callejeros, vehículos y oficinistas. Los transeúntes aceleraban el paso, algunos trotaban o emprendían carreras desesperadas para buscar refugio. Yo conservé el paso tranquilo, al doblar la esquina lo vi: traje de paño que parecía haber sobrevivido con dignidad al paso del tiempo, sombrero negro que dejaba escapar a los costados pelo escaso y entrecano, camisa blanca, bigote descolorido, paraguas descomunal que, no era el caso, bien podría hacer las veces de bastón.
Retrato de un viejo ascensorista capturada para la revista Directo Bogotá.
Siempre que veo a un hombre así, con ese look tan bogotano de antaño, paradójicamente recuerdo a Gabriel García Márquez y a mi abuelo, ambos terriblemente costeños. La imagen de Gabo, a quien tristemente ya poca gente lee, siempre me trae al abuelo y la del abuelo hace que aparezca Gabo, se mezclan en mi memoria inevitablemente, quizás porque fueron amigos, quizás porque trabajaron juntos, quizás por la rabia inmarcesible del abuelo al notar que Gabo nunca lo mencionó en su autobiografía como el amigo querido que le dio la oportunidad de escribir en el periódico, tal vez por esas historias del abuelo tan macondinas: el día que vio como un caimán devoró a un niño, el gato con un trapo en llamas amarrado en la cola corriendo entre los tejados, culpable de un incendio terrible que convertiría en cenizas todo un caserío; el día que vio el rostro del verdadero asesino de Gaitan, un gringo que bajaba de un segundo piso vestido de gris, con kepis y maletín de cuero negro, la piel blanca enrojecida por el sol capitalino, aceleraba el paso rumbo a la octava mientras la turba enardecida comenzaba a linchar a Roa Sierra; la historia de Gubajin, el boxeador más recio que vio en su vida y quien nunca pudo ganar un solo asalto.
La Colpatria bajo la lluvia. Trabajo personal. Película 35mm IlfordPan, cámara Pentax K1000.
El tipo pasa junto a mí, el cruce dura apenas un par de segundos, pero todas estas historias cruzan mi memoria vívidas, diáfanas, sin prisa. Pasa sin mirarme, los ojos clavados en el pavimento como quien mira otra cosa.
Cuando llego al final de la cuadra me detengo y miro hacia atrás, el diluvio hace que la bandada de edificios que rodean la Torre Colpatria sean una bonita opacidad, se insinúan apenas tras la cortina de lluvia, añejos y hermosos. Ya no queda gente sobre la acera, solo él, que camina lento y tranquilo, emparamado, sin abrir aún el paraguas, sospecho que no lo abrirá ya, las gotas pesadas revientan sobre el sombrero y los hombros y se convierten en pequeñas migajas de luz. Mi corazón se pone blandito, pero lo siento latir fuerte empapado de nostalgia. Le pongo el rostro a la lluvia y en lo alto de un poste veo a un copetón oscuro que por algún motivo que me encantaría comprender no ha buscado refugio, canta desesperado sin que nadie lo oiga.